Me miró fijo. Una ráfaga de furia amarilla cruzaba sus ojos. Sin bajar la vista agarró el mantel. Todo lo que había en la mesa voló por el aire. ¿El Anticristo? No, mi hijo de seis años. La anécdota, contada por una mamá de un grupo de terapia familiar, es la punta de un iceberg que todos los días se estrella contra cada vez más familias: los chicos sin límites.
Hacen todo lo que les dicen que no hagan. Se portan mal. Juegan al límite y redoblan la apuesta. A ver quién se rinde primero. El problema es que, para tranquilizarlos, muchas veces los adultos terminan cediendo. Y logran todo lo contrario. “Cuando se corre el límite, los chicos en lugar de amoldarse a la nueva situación buscan modificarla nuevamente”, dice la psicopedagoga Alejandra Libenson, autora del libro "Criando hijos, creando personas".
“Cada vez vemos más casos de problemas de conducta derivados del desencuentro entre papás e hijos”, confirma Judith Altman, psicóloga y directora del espacio de terapia familiar Redes. Vivimos apurados, tapamos culpas y nos cuesta cada vez más hablar. Todo eso repercute en los chicos.
“No voy más al supermercado con Alex. Se ha llegado a tirar en el piso porque quiere que le compre tal o cuál juguete. Lo peor es que después juega un rato y se olvida de que lo tiene”, cuenta Marisa, empleada bancaria.
Para Alicia Cibeira, profesora de Psicología Evolutiva y Adolescencia de la Fundación Barceló, es una especie de duelo para ver quién aguanta más. “Hoy la función paterna está debilitada y el desafío, algo natural en los chicos, no encuentra una contención de parte de los papás”. Cuánto más tienen, más piden. Y los papás, por culpa o por cansancio, acceden. “Es lógico que si les cuesta poco conseguir algo, no lo valoren y no se preocupen por cuidarlo. Hay que hablar, hacerles entender cuánto cuesta el dinero que se gasta en lo que piden”, agrega Libenson.
Angel o demonio
“Hay días en los que me pregunto si tendrá doble personalidad. Conmigo se porta pésimo. La dejo con mi mamá y es un ángel”, dice Claudia, abogada, mamá de Marianela, de 10 años. En casa, claro, los chicos tienen otras libertades. Se portan de manera más natural y, quizás, hacen más travesuras. Pero estos cambios de actitud, según quién los cuide, pueden esconder una demanda. “Quieren llamar la atención de sus padres, probar cuánto interés en ellos tienen y cuán firmes pueden llegar a ser”, apunta Altman.
Muchas veces los chicos empiezan a portarse mal cuando llega mamá de trabajar. ¿Un pase de facturas por las horas que no estuvimos en casa? Probablemente. “Todo depende de las condiciones en las que los dejamos. Deben estar con gente que los quiera y los contenga. Deben saber que porque mamá tenga que trabajar no los quiere menos, sino todo lo contrario”, agrega Altman.
Mantener los límites a la distancia es difícil, sobre todo cuando estamos varias horas fuera. “La autoridad se debilita –admite Cibeira—por eso, un buen diálogo es fundamental. No es tan importante la cantidad de tiempo sino la calidad. Todas las situaciones son buenas para transmitirles valores”.
¿Y si no me quiere más?
Los chicos construyen su personalidad atendiendo a su entorno. Y la necesidad de agradar es básica. Pero, muchas veces, los roles se invierten y los que hacen todo para lograr la aprobación de los nenes son los adultos. En ese contexto, poner límites, algo esencialmente antipático, se complica. “La única manera de poner límites sin culpa es estar convencidos de lo que estamos haciendo”, asegura Cibeira. Y no desdecirse. “Los chicos siempre van a desafiar ese ‘no’ de los adultos. La función como papás es sostener ese límite”, explica Libenson.
¿Castigando? No necesariamente. Hay que explicarles por qué no pueden hacer algo. Señalarles las consecuencias de sus actos. “Los chicos evalúan qué les cuesta menos: el castigo o portarse bien. Y muchas veces eligen el castigo”, agrega Libenson. ¿Qué hacer cuándo nada parece amilanarlos? A veces un “mamá está triste por lo que hiciste” es más eficaz que una semana sin la Play.
Estrategias
“Si a los cuatro se te va de las manos, no lo recuperás más”. La frase de cabecera de abuelas y tías puede ser cierta si se bajan los brazos, pero los chicos no tienen fecha de vencimiento. Para Altman, hay una gran diferencia entre los chicos que se sueltan y los que van partiendo porque crecen: “En el primer caso hay que recuperarlos para evitar situaciones graves. Para reconquistarlos hay que bajar a su mundo, reducir las críticas, interesarnos por sus cosas”.
En otras palabras: apelar al diálogo siempre. En la cena, el camino al colegio, durante el juego. Además, no hay que ver sólo lo que hacen mal: se los tiene que reconocer y felicitar por sus aciertos. En cuanto a los límites, tienen que ser equilibrados: no se debe permitir ni prohibir todo.
Para sostener la autoridad, las normas deben ser claras. Si se las cambia cada rato, ellos se desorientan. Para esto, la madre y el padre deben tener el mismo discurso: es importante que no se desautoricen entre ellos.
Elena Peralta
Hacen todo lo que les dicen que no hagan. Se portan mal. Juegan al límite y redoblan la apuesta. A ver quién se rinde primero. El problema es que, para tranquilizarlos, muchas veces los adultos terminan cediendo. Y logran todo lo contrario. “Cuando se corre el límite, los chicos en lugar de amoldarse a la nueva situación buscan modificarla nuevamente”, dice la psicopedagoga Alejandra Libenson, autora del libro "Criando hijos, creando personas".
“Cada vez vemos más casos de problemas de conducta derivados del desencuentro entre papás e hijos”, confirma Judith Altman, psicóloga y directora del espacio de terapia familiar Redes. Vivimos apurados, tapamos culpas y nos cuesta cada vez más hablar. Todo eso repercute en los chicos.
“No voy más al supermercado con Alex. Se ha llegado a tirar en el piso porque quiere que le compre tal o cuál juguete. Lo peor es que después juega un rato y se olvida de que lo tiene”, cuenta Marisa, empleada bancaria.
Para Alicia Cibeira, profesora de Psicología Evolutiva y Adolescencia de la Fundación Barceló, es una especie de duelo para ver quién aguanta más. “Hoy la función paterna está debilitada y el desafío, algo natural en los chicos, no encuentra una contención de parte de los papás”. Cuánto más tienen, más piden. Y los papás, por culpa o por cansancio, acceden. “Es lógico que si les cuesta poco conseguir algo, no lo valoren y no se preocupen por cuidarlo. Hay que hablar, hacerles entender cuánto cuesta el dinero que se gasta en lo que piden”, agrega Libenson.
Angel o demonio
“Hay días en los que me pregunto si tendrá doble personalidad. Conmigo se porta pésimo. La dejo con mi mamá y es un ángel”, dice Claudia, abogada, mamá de Marianela, de 10 años. En casa, claro, los chicos tienen otras libertades. Se portan de manera más natural y, quizás, hacen más travesuras. Pero estos cambios de actitud, según quién los cuide, pueden esconder una demanda. “Quieren llamar la atención de sus padres, probar cuánto interés en ellos tienen y cuán firmes pueden llegar a ser”, apunta Altman.
Muchas veces los chicos empiezan a portarse mal cuando llega mamá de trabajar. ¿Un pase de facturas por las horas que no estuvimos en casa? Probablemente. “Todo depende de las condiciones en las que los dejamos. Deben estar con gente que los quiera y los contenga. Deben saber que porque mamá tenga que trabajar no los quiere menos, sino todo lo contrario”, agrega Altman.
Mantener los límites a la distancia es difícil, sobre todo cuando estamos varias horas fuera. “La autoridad se debilita –admite Cibeira—por eso, un buen diálogo es fundamental. No es tan importante la cantidad de tiempo sino la calidad. Todas las situaciones son buenas para transmitirles valores”.
¿Y si no me quiere más?
Los chicos construyen su personalidad atendiendo a su entorno. Y la necesidad de agradar es básica. Pero, muchas veces, los roles se invierten y los que hacen todo para lograr la aprobación de los nenes son los adultos. En ese contexto, poner límites, algo esencialmente antipático, se complica. “La única manera de poner límites sin culpa es estar convencidos de lo que estamos haciendo”, asegura Cibeira. Y no desdecirse. “Los chicos siempre van a desafiar ese ‘no’ de los adultos. La función como papás es sostener ese límite”, explica Libenson.
¿Castigando? No necesariamente. Hay que explicarles por qué no pueden hacer algo. Señalarles las consecuencias de sus actos. “Los chicos evalúan qué les cuesta menos: el castigo o portarse bien. Y muchas veces eligen el castigo”, agrega Libenson. ¿Qué hacer cuándo nada parece amilanarlos? A veces un “mamá está triste por lo que hiciste” es más eficaz que una semana sin la Play.
Estrategias
“Si a los cuatro se te va de las manos, no lo recuperás más”. La frase de cabecera de abuelas y tías puede ser cierta si se bajan los brazos, pero los chicos no tienen fecha de vencimiento. Para Altman, hay una gran diferencia entre los chicos que se sueltan y los que van partiendo porque crecen: “En el primer caso hay que recuperarlos para evitar situaciones graves. Para reconquistarlos hay que bajar a su mundo, reducir las críticas, interesarnos por sus cosas”.
En otras palabras: apelar al diálogo siempre. En la cena, el camino al colegio, durante el juego. Además, no hay que ver sólo lo que hacen mal: se los tiene que reconocer y felicitar por sus aciertos. En cuanto a los límites, tienen que ser equilibrados: no se debe permitir ni prohibir todo.
Para sostener la autoridad, las normas deben ser claras. Si se las cambia cada rato, ellos se desorientan. Para esto, la madre y el padre deben tener el mismo discurso: es importante que no se desautoricen entre ellos.
Elena Peralta